Tuesday, April 25, 2006

La Triste Figura de Valparaíso

La Triste Figura de Valparaíso

Aún con los recuerdos de la noche en el cuerpo, el estómago amargo por la cerveza cómplice de un amor imposible, se levantó mí mañana, con la urgencia de los días ocupados. Iba por fin a mirar a la cara a uno de mis miedos peores...

La cárcel de alta seguridad de Valparaíso, apareció como un animal dormido al costado del camino, justo allí donde Valparaíso ya no tiene nada de histórico y el único patrimonio que hay, son la miseria que unos niños famélicos moldean con sus manos, sucias y agrietadas por la tierra seca de los cerros coronados por el viento, que sube desde el mar, con la fuerza invertida del aluvión. Viento que viene a resecar aún más, las roídas tablas de las mediaguas enclenques. Justo en medio de ese otro Valparaíso, muestra su mueca de concreto la cárcel, que con sus cámaras y rejas da la bienvenida a los turistas dando a entender que por estos lados lo que se hace se paga.

Despacio bajé la pendiente hacia ese otro mundo que me esperaba con una mueca gris, mientras la nutrida fauna que esperaba me dio la bienvenida, con la desconfianza pintada en los ojos.
En un lado está la vieja señora que aún llora a su niño, al cual por quinta vez lo pillaron traficando pasta base; la esposa y madre que todos los días va y pregunta por su familia, que paga con encierro las ganas urgentes de la tele más grande. Y aquella niña que a pesar de sus quince años, ya tiene los brazos escritos con la cuchilla, que la salva a veces, de ser detenida cuando en el centro, cogotea a los incautos, que se dejan deslumbrar por su infantil belleza de niña de pobla.

Entonces llega la hora de la visita, desde una ventanilla, un guardia adiestrado para ser bruto, trata parejo al asesino como a la madre, con la voz cortante y autoritaria, orgulloso del poder que le dan los bototos negros, dentro de su pequeño reino de fríos y silencios. Hay que formarse y mirar al frente, mientras la mirada déspota de un nuevo guardia pasa revista clavando sus ojos en los sencillos regalos, que colman las manos de los visitantes. Despacio avanza la fila ansiosa y el cotorreo de las mujeres de la cárcel se torna infernal. Esto es rutina conocida por ellas, más de una vez han estado del otro lado con la esperanza de escuchar su nombre en la pedida.

Al fin luego de timbres, revisiones y controles, ya no hay más barreras que los separen los cuerpos agobiados, que miran con los ojos de aquellos que no tienen horizontes, regalando una sombra de sonrisa y una pena que en este lugar es lo único que no tiene límites.

Mientras pasan los minutos entre conversaciones informativas de cosas cotidianas, de las últimas noticias del abogado, que tal vez la próxima semana obtenga la libertad condicional, y de relatos sobre la vida carcelaria que para los visitantes es atrayente y sórdida, el reloj avanza junto con el sol y la atenta mirada de las cámaras del circuito cerrado de vigilancia les recuerda que el ojo de Dios siempre está mirando todos los pecados, que en este mundo no se pagan con avemarías sino con aislamiento, golpes y hambre.

Un sonido llena el aire, las dos horas de visita reglamentaria se acaban y la voz áspera del gendarme ordena más que pide ¡las visitas por favor! Es la señal. El fuego que enciende la hoguera de la angustia que como un sordo peso se incrusta en medio del pecho. Un último beso, un mensaje para los amigos y los presos al ritmo de los bototos militares vuelven a sus jaulas de concreto con olor a mar. Al mismo tiempo, por otro lado una larga procesión de visitas comienza a marcharse para seguir la vida, con la cabeza gacha y los ojos ausentes.

Estoy parado en medio de la calle, la gente desaparece como por arte de magia, es hora de comenzar la cuenta hasta la próxima semana, hasta un nuevo encuentro, un nuevo adiós…

Atrás va quedando la cárcel con sus muros de exilio, que por cada ventana, va botando los sueños de muchos hombres, a las entrañas del Océano Pacífico.